Carlos Julio Báez Evertsz
El premio Nobel de literatura 2010 otorgado por la Academia Sueca a Mario Vargas Llosa viene a hacer realidad algo esperado por muchos lectores y especialistas en literatura. Tardó en serle otorgado porque desde hace décadas ha sido un candidato al mismo, y cuando por fin se hizo realidad, le llegó sorpresivamente, aunque ya era imposible no otorgárselo. El premio hace justicia a uno de los grandes de la literatura contemporánea.
Es cierto que la justicia de los hombres es tan imperfecta que muchas veces parece más una injusticia que un ejercicio de equidad, pero ya sabemos que la vida, en cualesquiera de sus dimensiones no se caracteriza por dar a todos lo que merecen, y eso es así en la vida económica, en la política, en las artes, la música y en la literatura. Todos los premios nobeles de literatura lo han merecido, sin duda, pero hay muchos que nunca lo obtuvieron que, según los criterios u opiniones de algunos buenos lectores, lo merecían más que otros laureados. Vargas Llosa es uno de los que era impensable que no se le otorgara más pronto o más tarde.
Los méritos del escritor peruano y nacionalizado español, hispano-peruano, en realidad un escritor universal, que rebasa los límites geográfico y las categorías del derecho de nacionalidad, porque el talento y el don de la escritura y de la creatividad, no se puede encerrar en los estrechos límites del lugar de nacimiento, de los lugares de residencia, del nacionalismo y el patrioterismo mal entendido.
Ya decía Samuel Johnson que en muchas ocasiones los auto proclamados patriotas suelen ser en realidad unos consumado sinvergüenzas. Vargas Llosa ha dicho que la nacionalidad española le fue otorgada por el Gobierno español de Felipe González en un momento en que en su país de nacimiento los políticos corruptos querían despojarle de su nacionalidad para hacer realidad una venganza política. Políticos que pensaban en sus mezquinos intereses personales y para los cuales una persona que aunque fuera un adversario o incluso un enemigo político, que debía de estar por encima de las disputas de poder, era así víctima de esos insignificantes.
Vargas Llosa es un peruano de nacimiento, pero es más que un peruano; es un español de nacionalidad o “con pasaporte español”, como dicen, con pretendida sutileza, lo mismo un modesto funcionario de fronteras que un exquisito diplomático, con desprecio al artículo 14 de la Constitución, muchas veces sin malicia y sin darse cuenta de que dan la espalda al marco jurídico supremo de su Estado.
Es un latinoamericano que ha narrado acerca del fenómeno del milenarismo religioso brasileño (“ La guerra del fin del mundo”), sobre la dictadura caribeña del tan admirado y modélico para supuestos políticos y gobernantes “liberales” y demócratas del propio país donde reinó bajo el terror Rafael Trujillo ( “La fiesta del Chivo”), y naturalmente, sobre la dictadura de Odría en su país natal (“Conversación en La Catedral”), las luchas de los grupos revolucionarios (“Historia de Mayta”), etc.
También ha escrito sobre artistas universales como Gauguin (“El paraíso en la otra esquina”), sobre Flaubert (“La orgía perpetua”), y en esa preocupación cosmopolita, universalista, ha reflexionado en sus artículos y ensayos sobre los grandes problemas del mundo moderno: la deriva fanática, excluyente y violenta del Estado de Israel; la guerra en Iraq; la conveniencia de la legalización de algunas drogas para evitar el fenómeno del narcotráfico; la tendencia a la libre circulación mundial de la mano de obra como correlato de la libre circulación de los capitales, para referirnos a sólo algunos de los temas que han sido objeto de sus reflexiones.
En muchos de esos artículos y ensayos Vargas Llosa se nos muestra más que como un periodista –aunque los mismos se publiquen en importantes periódicos-, como lo que en América Latina se conoce como un “pensador”. En Europa se habla de filósofos, de ensayistas, pero allí se refieren a la figura del pensador, es decir, alguien que reflexiona, que analiza, que propone a veces soluciones, o solamente emite criticas o refleja realidades y disfuncionalidades, pero que lo hace más allá y más profundamente que la simple descripción factual.
Un pensador fue para mí Mariátegui, Bonó, Martí, Hostos, y lo mismo da que se use preferentemente la prensa escrita -y hoy las publicaciones digitales-, lo importante no es el soporte empleado (diario, revista, folleto, libro, etc.), sino el enfoque, la manera de acercarse a los temas, el impulso vital y ético de los escritos. Los que no tenemos la influencia económica y social para disponer de centros, fundaciones, empresas o universidades, que publiquen en formato de libros nuestros escritos, nos vemos constreñidos a utilizar los medios de comunicación de masas para expresar nuestras reflexiones y eso significa el uso preferente de los artículos y los ensayos. Medio que ha sido y es muy utilizado en América Latina y en otras latitudes para expresar las ideas, dado el hecho del número reducido de lectores de libros y las dificultades para encontrar editores.
En algunos sectores de la izquierda y no sólo en América Latina, Vargas Llosa ha tenido un cierto rechazo por su declarada militancia liberal y contra los ideales y metas del socialismo, aunque sea un socialismo democrático. Años atrás, su defensa apasionada de Margaret Thatcher, por lo que estimaba “su gran contribución a las libertades”, parecía más el compromiso de un militante político apasionado que un pensador reflexivo, ya que como el análisis político basado en hechos vino a demostrar, el thatcherismo pudo ser muchas cosas pero no precisamente una marcha hacia mayores libertades sino hacia la destrucción de derechos sindicales que costaron muchos esfuerzos desde antes de los Webbs, el deterioro de los servicios públicos, el reinado de los negocios, incluidos los tratos de favor para el hijo de la primera ministra que terminó sus hazañas siendo inculpado por preparar un golpe de estado en un estado africano para obtener unos derechos de explotación petrolífera.
Thatcher de gran contribuidora a la libertades, nada de nada, y si quedaba alguna duda, está su defensa pública, visita, y loas al dictador chileno y felón, acusado de crímenes y de robo, Augusto Pinochet, cuando fue detenido en el Reino Unido para responder por sus fechorías. ¡Curioso liberalismo y defensa de las libertades públicas el convertirse en loadora de un dictador perseguido por la justicia por sus crímenes!
Algunos reprochan los juicios elogiosos de Vargas Llosa a un Balaguer cuyas sombras brillan más que sus luces en el ámbito político dominicano, y que es un personaje que ha contribuido al fortalecimiento de un sistema bonapartista, clientelista, que gira en torno al fraude electoral y a la corrupción generalizada y, que ha alejado al pueblo dominicano de una institucionalidad democrática. Sistema patrimonialista, clientelar y corrupto, que se ha visto incrementado y potenciado, por quién ha sido su sucesor y emulador en dicha manera de ejercer el poder, el señor Leonel Fernández.
También le ha faltado tacto a Vargas Llosa – explicable racionalmente, quizás, por amor filial-, al prohijar panfletos tan injustos como desmedidos como “El manual del perfecto idiota latinoamericano”, dónde se trata de reducir las luchas de la izquierda del continente a una especie de memez congénita de los dirigentes de la izquierda. Siendo así que si tal esquema explicativo y heurístico se aplicase a la historia universal llegaríamos a la conclusión que los únicos líderes válidos son los que nunca han existido, o todos los que han bajado la cerviz ante los poderes establecidos y fácticos, en cualquier época.
Este señalamiento, no se hace para hacer una apología de la izquierda, de sus fracasos, sus estupideces, su inmadurez y su falta de flexibilidad táctica, ni mucho menos para pasar por alto sus crímenes y la defensa que muchas veces se ha hecho de horrores políticos y crímenes de Estado y de partidos, sino porque una visión tan negra, tan totalitariamente negativa, tan incomprensiblemente carente de matiz analítico, es un panfleto que refleja más la idiotez propia que la que se le atribuye a los demás.
Pese a todo ello, lo importante en un escritor de literatura no son sus desvaríos político-ideológicos sino su creación literaria, por ello desde hace tiempo he leído las novelas de Vargas Llosa con interés y placer, y nunca he tratado de disminuir su talla literaria con argumentos extra literarios, como sus posiciones ideológicas o sus opciones políticas. Esa manera de clasificar a los literatos me parece improcedente.
Gorki, Tolstoy, Dostoyesvky, Chejov, Camus, Sartre, Proust, Martin-Gard, Kafka, Mann, Goethe, Fitzgerald, García Márquez, Alejo Carpentier, etc., son grandes de la literatura, independientemente de cuáles fueran sus posiciones políticas, si eran de izquierda o de derecha, socialistas, comunistas, anarquistas, liberales, fascistas; indiferentes al hecho político o comprometidos, todo eso es para la literatura un asunto menor, aunque pueda ser un elemento que haya influido en sus obras. En todo caso, cuando se leen sus obras lo hacemos, normalmente, sin dejarnos influir por sus actitudes políticas, a menos, que se sea un obseso que lo politiza, lo clasifica y lo discrimina todo. Y, al menos para mí, ese tipo de patólogos, la verdad es que no me interesan mucho.
Expuesto lo anterior debo señalar que percibo, de un tiempo a esta parte, una evolución de los juicios y análisis de los fenómenos sociales y políticos de Vargas Llosa. Sin renunciar, ni mucho menos a su liberalismo político, sino siendo coherente con dichos principios, el autor muestra una visión más humanista, comprensiva, y solidaria, que la que externaba años atrás.
Está claro que su madurez como escritor, su capacidad de observador perspicaz de los hechos recientes, le han servido para no adherirse a todas las bajezas que en nombre del liberalismo, del libre mercado, y de la lucha contra el “terrorismo”, se han utilizado para obtener pingues beneficios por unos desalmados, y para incrementar la opresión sobre millones de seres humanos.
Hay que rendir homenaje a la lucidez actual de Vargas Llosa, que al alejarse de las confrontaciones políticas inter partidistas, pone su talento analítico al servicio de la libertad individual (patrimonio no exclusivo de los liberales sino de todos los demócratas incluídos los socialistas democráticos), y de una crítica del poder, con su tendencia “natural” a poner los intereses de quienes lo detentan por encima del bien común, del interés general de todos los ciudadanos y muchas veces de las libertades públicas e individuales.
Ese Vargas Llosa, universalista, humanista, en cierto modo liberal social y solidario, es el que surge de su última obra, “El sueño del celta”, una novela que es una especie de biografía novelada de Roger Casement, un personaje singular, cuya vida es una aventura proteica que lo lleva a ser testigo y denunciador de hechos donde los más altos valores de humanidad, civilización y cristianización, son trocados por la codicia y la maldad humana para imponer el horror y el crimen sobre pueblos con niveles tecnológicos primitivos, con vistas a su explotación pura y simple.
A la vez es una mirada sobre el despertar de una conciencia nacional de un individuo abocado por su cosmopolitismo, su éxito social y elevamiento social, en el Imperio dominante de su época, el imperialismo inglés, a estar de espaldas a la reivindicación independentista del pueblo irlandés, al sueño celta de constituir la república del Eire. Todo ello narrado de la manera extraordinaria de un escritor que domina su oficio y que hace que el lector penetre en la visión de un hombre que no es unidimensional sino sumamente complejo, siendo a la vez fuerte y débil, valiente y tímido, aguerrido y místico, y que no puede reprimir sus impulsos eróticos homosexuales que lo llevan a la búsqueda de los placeres mercenarios sin alcanzar nunca el amor compartido, y al final, se muestra como el Estado utiliza su homosexualidad para desacreditar su causa política y para aislarlo de su base social de apoyo, con el doble estigma de traidor a la patria y corrupto sexual.
El Congo: Colonialismo, genocidio y codicia
Roger Casement desde joven tuvo como héroe infantil a David Livingstone, el famoso médico y evangelista escocés que fue el primer europeo en recorrer África de costa a costa y que alcanzó gran fama en todo el Imperio Británico. Leía todo lo que caía en sus manos sobre este personaje. De mayor quería ser un explorador y viajar a través del continente negro. A la muerte de sus padres quedó a cargo de un tío y cómo sus progenitores no le habían dejado medios para sostener los estudios, a los quince años comenzó a trabajar en Liverpool en una naviera. En dicho trabajo siguió leyendo sobre África y los mutuos beneficios del comercio y llegó a ser un conocedor del continente. Durante estos años hizo tres viajes a África, y durante el último renunció a su empleo y decidió irse a vivir allí.
Se fue al Congo que era un inmenso territorio que era propiedad personal del rey de los belgas Leopoldo II. La idea que prevalecía era que este llevaba a cabo una gran tarea humanitaria llevando el cristianismo, acabando con la antropofagia, la esclavitud, y con las luchas entre las diferentes tribus. En la Conferencia de Berlín de 1885 las grandes potencias occidentales donaron al rey belga ese territorio de más de dos millones y medio de kilómetros cuadrados y con una población estimada de veinte millones, que fue llamado el Estado Independiente del Congo, para que “abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y civilizara y cristianizara a los paganos”. La realidad es que allí se implantó un régimen de explotación comercial inhumano basado en el trabajo forzado de las poblaciones autóctonas, con el único objetivo de proveer inmensas ganancias para las empresas concesionarias, y naturalmente, para Leopoldo II.
Vargas Llosa en una entrevista para una televisión de España afirmó que lo que hizo Leopoldo II en el Congo puede ser calificado sin ninguna duda de un genocidio y dijo ser consciente que siendo disponibles los datos para tal afirmación, lo que resulta extraño es que todavía se encuentra una resistencia a admitirlos. Informó que había recibido cartas de ciudadanos belgas que le reprochaban estos juicios sobre el monarca y que consideraban que todo ello formaba parte de una campaña contra Bélgica. Es decir, aún hoy hay sectores que tratan de negar las evidencias y tratan de mantener una actitud bien pensante, creyendo, interesadamente, que la labor de Leopoldo II en el Congo fue fundamentalmente civilizadora. Obviamente se habrían cometido excesos, pero los mismos se achacan a los tiempos, y también a que no es fácil civilizar a salvajes con un bajísimo nivel de inteligencia, y sin una cultura de la disciplina laboral y de los plazos de entrega de las mercancías y productos a que se comprometían por contratos.
En este sentido en “El sueño del celta” hay una exposición realmente desmitificadora de la empresa explotadora-comercial de Leopoldo II y el sentido de su labor “civilizadora”, a la vez que desvela el papel jugado por míticos exploradores africanistas como Henry Morton Stanley. En la expedición de 1871-1872 se diezmaron pueblos enteros, se decapitaron jefes de tribus, se fusilaban o pasaban a cuchillo a mujeres e incluso niños si los pobladores se negaban o resistían a entregarles alimentos, cargadores, guías, y brazos para ir abriendo trochas en la selva para el paso de la exploradores. En una expedición de 1874 y 1877 que duró casi mil días murieron todos los blancos que participaron en ella y gran parte de los africanos. Entre 1879 y 1881 Stanley construyó el llamado caravana trail, una ruta de las caravanas que facilitó el comercio desde la desembocadura del río Congo hasta una laguna fluvial que posteriormente se llamaría Stanley pool. Todas estas operaciones eran emprendidas bajo la autorización del rey belga para crear infraestructuras para mejor explotar el territorio y facilitar el envío de las mercancías hacia Europa.
Roger Casement participó en la expedición de 1884 dirigida por Henry Morgan Stanley y financiada por Leopoldo II, resulta harto interesante resumir lo que narra Vargas Llosa ya que permite ver el “método civilizador Stanley-Leopoldiano” en el Congo. “Stanley y sus acompañantes debían explicar a esos caciques semidesnudos…las intenciones benévolas de los europeos: vendrían a ayudarlos a mejorar sus condiciones de vida, librarlos de plagas…educarlos y abrirles los ojos sobre las verdades de este mundo y el otro, gracias a lo cual sus hijos y sus nietos alcanzarían una vida decente, justa y libre” (p.39). En todas las aldeas donde se llegaba después de repartir baratijas y darle las explicaciones ya señaladas, Stanley les hacia firmar “unos contratos escritos en francés, comprometiéndose a prestar mano de obra, alojamiento, guía y sustento a los funcionarios, personeros y empleados de la llamada Asociación Internacional del Congo en los trabajos que emprendieran”. Pasados años de esa expedición Roger Casement llegó a la conclusión de que Stanley “era unos de los pícaros más inescrupulosos que había excretado el Occidente sobre el continente africano”. Un hombre que iba por los territorios africanos sembrando muerte y desolación, “quemando y saqueando aldeas, fusilando nativos, desollándoles las espaldas a los cargadores con chicotes hechos de piel de hipopótamo”.
Le pregunta Casement a Stanley sobre si no tenía remordimientos por lo que hacía, por ejemplo, haciéndoles firmar a los nativos contratos que no entendían. Y con cinismo le responde que ni él mismo entendería esos contratos. Y le espeta: “África no se ha hecho para los débiles…Lo que le preocupa es un signo de debilidad…En el África los débiles no duran”. Aunque los nativos no reciben ningún salario por su trabajo, no tienen ninguna contrapartida por los cargadores que ceden, por los alimentos que proporcionan, todo esto es por su bien. “Vendrán misioneros que los sacarán del paganismo…Médicos que los curarán contra las epidemias…Compañías que les darán trabajo. Escuelas donde aprenderán los idiomas civilizados…Si supieran lo que hacemos por ellos, nos besarían los píes. Pero su estado mental está más cerca del cocodrilo y el hipopótamo que de usted o de mí. Por eso, nosotros decidimos por ellos lo que les conviene y les hacemos firmar esos contratos. Sus hijos y nietos nos darán las gracias. Y no sería raro que, de aquí a un tiempo, empiecen a adorar a Leopoldo II como adoran ahora a sus fetiches y espantajos” (p.43). Hasta ese momento Casement creía que el colonialismo se justificaba con la santísima trinidad de las tres C: cristianismo, civilización y comercio. A partir de ahí tuvo un gradual desencantamiento sobre la acción europea en África y llegó a pensar que gente como Stanley sólo habían visto en ese continente un pretexto para “las hazañas deportivas y el botín personal”.
En cuanto a Leopoldo II aunque utilizaba un discurso civilizador era un estadista frio y calculador que enseguida que se constituyó el Estado Independiente del Congo firmó un decreto en 1886 por el cual reservaba como Dominio de la Corona, doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados que eran los más ricos en árboles de caucho. Ese territorio estaba vedado a empresas privadas y se destinaban a su explotación para el rey. Envió dos mil soldados para asegurar el orden y se ordenó constituir una milicia nativa de diez mil hombres bajo el mando de los primeros. La población congolesa debía asegurar el sustento de dicha fuerza. Esa llamada Fuerza Pública cometió abusos indescriptibles y practicó las mutilaciones de miembros para imponer el terror y asegurarse la obediencia. El rey Leopoldo II a la vez que aseguraba la explotación para la Corona dió concesiones a numerosas empresas para que hicieran comercio en el resto del territorio. “Buen número de concesionarios y amigos del monarca belga hicieron en poco tiempo grandes fortunas, sobre todo él” (p.52).
La opresión y dominio colonialista de la población del Congo causó un descenso importante de la población, ya que al utilizarse mano de obra forzada, de hecho esclava, para el caucho y otras actividades, el número de brazos disponibles para el cultivo y la recolección de alimentos y de la caza escaseaba. A eso se añadía que los castigos y represiones que imponían los soldados y milicianos de la Fuerza Pública eran brutales y alcanzaban a los más viejos, las mujeres y hasta a los niños. Los miembros de dicha fuerza represiva les cortaban las manos y los penes o se los aplastaban. “La plaga que había volatizado a buena parte de los congoleses…eran la codicia, la crueldad, el caucho, la inhumanidad de un sistema, la implacable explotación de los africanos por los colonos europeos” (p.82)
En 1900 Roger Casement fue nombrado por el Ministerio de Asuntos Exteriores (el Foreing Office), cónsul del Reino Unido en Boma. Para entonces ya se había cuestionado si tenía sentido lo que los europeos estaban haciendo en África y específicamente en el Congo. Se dedicó a recoger informaciones sobre todas las atrocidades que se cometían en y las escribía sistemáticamente en sus cuadernos de notas, con vistas a preparar un Informe sobre el colonialismo y la falsa misión civilizadora. La idea era que el gobierno británico denunciara la situación y se obligara a detener los desmanes y las autoridades belgas castigaran a los torturadores y criminales. Los veinte años pasados en África y todas las cosas horribles que vio y les fueron narradas por las víctimas se podían reducir a una sola palabra: codicia, codicia del oro negro que era el caucho en esa época y que era una gran riqueza que se encontraba en los bosques congoleses, para desgracia de su población.
La recopilación de datos que llevaba a cabo de manera minuciosa Casement mostraba una especie de sistema que se aplicaba por doquier en cualquier poblado o aldea. Se le asignaba unas cuotas periódicas de entrega de alimentos para sostener a los burócratas, a los miembros de la Fuerza Pública y a los peones que trabajan en las obras públicas –aves de corral, antílopes, cerdos, cabras, mandioca, etc.-, y además de ello una cantidad fija de caucho recolectado en canastas tejidas con lianas que también debían confeccionar los indígenas. Si no se cumplía con las cuotas fijadas se establecía castigar a los aldeanos con golpizas dadas con el famoso chicote, que variaban de veinte hasta cien. Esto causaba muertes al desangrarse y los que sobrevivían quedaban marcados de por vida. Los que huían a la selva para escapar de esos castigos condenaban a sus familias que eran apresadas, casi siempre sin que se les diera alimentos, incluídos los menores, hasta que se entregaban las cuotas establecidas. Sus familiares sufrían violaciones, torturas, se les hacía comer sus propios excrementos y a veces los de sus guardianes. Las disposiciones, reglamentos, estipulaciones de las autoridades coloniales y de las compañías, por muy duras que fueran, eran sobre pasadas en la realidad, porque los oficiales belgas y los soldados encargados de aplicar el sistema, con el fin de obtener una ganancia extra aumentaban las cuotas que debían satisfacer los africanos.
Entre el aumento constante de las cuotas, la necesidad de proveer mano de obra para las obras públicas, el agotamiento de los árboles de caucho que hacían que fuera necesario internarse en la selva para encontrar más árboles para explotar, con la consecuencia que ello causaba de muertes por las fieras y las serpientes, la población congoleña estaba sometida a una constante violación y a un grado de terror psicológico increíble. Escuchando las narraciones de las desgracias de esta gente, Casement dijo a unos sacerdotes católicos que acogían a un grupo de hombres y mujeres mutilados para evitar que fueran muertos por los soldados, que nada de lo que oía y veía le extrañaba, ya que si algo había aprendido en el Congo era “que no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano”. En todo caso lo que le sorprendía era que ninguno se quejaba de lo principal: “¿Con qué derecho habían venido esos forasteros a invadirlos, explotarlos y maltratarlos?”. Lo único que pedían es que se les rebajaran las cuotas de alimentos, de canastas de caucho, de brazos a entregar para las obras, y así poder cumplir con ellas y evitar los castigos de sus opresores.
Cuando Roger Casement fue a exponer esa idea racional de rebajar las cuotas a límites justos que los pobladores pudieran cumplir, escuchaba argumentos de este tipo por las autoridades coloniales y por los oficiales de la Fuerza pública: “Nosotros, señor cónsul, no dictamos las leyes. Nos limitamos a hacerlas cumplir…Las cuotas las fijan las autoridades políticas y los directores de las compañías concesionarias. Nosotros somos los ejecutores de una política de una política en la que no hemos intervenido para nada”. Es decir, el viejo argumento de la obediencia debida por encima de toda moral, de toda ética, de todo principio. Seres irresponsables que no hacen más que obedecer. Y junto a ello la doble moral. Afirma un capitán de la Force Publique de origen belga: “Lo que estamos obligados a hacer ofende mis principios. Mi fé. Yo soy un hombre muy católico. Allá, en Europa, siempre traté de ser consecuente con mis creencias. Aquí, en el Congo, eso no es posible, señor cónsul. Ésa es la triste verdad. Por eso estoy muy contento de volver a Bélgica. No seré yo quien ponga otra vez los pies en África”.
Aunque Casement tenía dudas sobre la eficacia de su informe, y creía que la raison d’Etat se impondría y los políticos iban a decidir que no era bueno para los intereses nacionales indisponerse con el rey Leopoldo II, pues eso inclinaría a Bélgica a ponerse del lado de los alemanes, siguió trabajando en su informe y lo presentó a principios de 1904. El mismo tuvo repercusión ya que en Inglaterra había una campaña de denuncias contra el estado independiente del Congo y en ella participaban los principales diarios del país, algunos confirmando y otros negando los crímenes y atrocidades. El Parlamento trató el asunto, y por tanto, fue convocado a numerosas reuniones en el Foreing Office y en alguna comisión parlamentaria. El Informe fue publicado por el gobierno. Se convirtió en una notabilidad dado que la prensa, las iglesias, algunos intelectuales y notables se pusieron a favor de que el Gobierno de acuerdo con sus aliados revocara la decisión de entregarle el Congo a Leopoldo II. Los agentes del rey de los belgas y las autoridades de ese país atacaron el informe y a Casement como un enemigo y calumniador de Bélgica.
Lo cierto es que la redacción y publicación de ese Informe sobre las atrocidades en el Congo pusieron a la luz que todo el entramado del colonialismo civilizador, era una simple patraña, para apoderarse de las riquezas de un pueblo sin posibilidades de hacer frente a fuerzas con una tecnología militar y una capacidad organizativa superior. La misión sagrada en el Congo no era la cristianización sino apoderarse de sus riquezas y someter a su población a condiciones de vida peores de las que estaba en su estado salvaje. Para los condenados de la tierra en el Congo el colonialismo europeo fue el estado superior, pero no el último, del salvajismo opresor, basado en la codicia insaciable y en el desprecio más absoluto hacia la dignidad del hombre.
La amazonía: caucho y opresión de los indígenas
Iquitos en la selva peruana era el centro de producción de caucho en el Perú. La empresa que se encargaba de producirla y exportarla a Europa, estaba radicada y registrada en la Bolsa Londres, era, pues, una compañía inglesa, la Peruvian Amazon Company, cuyo propietario y principal accionista era Julio C. Arana un mestizo o cholo, que se había hecho a sí mismo desde orígenes muy humildes. Las denuncias de que dicha empresa cometía atrocidades llegaron hasta Londres gracias a las denuncias de un periodista radicado en Iquitos y de un ingeniero alemán. El gobierno consideró que, debido a las presiones de la opinión pública, era necesario realizar una investigación. El Ministro de Asuntos Exteriores Edward Grey consideró que la persona adecuada para realizar un informe sobre el terreno era la misma que había realizado el del Congo, Roger Casement, destinado en Suramérica, en Brasil, en funciones de cónsul, quien, según su opinión, era “un especialista en atrocidades”.
En agosto de 1910 Casement llegó a Iquitos y tuvo una acogida aparentemente normal y cordial. Cuando expuso cual era el motivo de su viaje y que iba a realizar una investigación sobre las presuntas brutalidades en la recolección del caucho para el gobierno de Su Majestad británica y que los miembros de una Comisión que también tenía el mismo fin habían sido enviados por la empresa desde Londres, la situación comenzó a cambiar. Tanto las autoridades de Iquitos como el mismo cónsul en esa ciudad, entendían que la compañía estaba realizando una buena labor económica y comercial y que el progreso de Iquitos dependía de la empresa a investigar. Posteriormente se enterarían que el gobierno de Lima adeudaba los sueldos de varios meses a los empleados públicos destinados en la ciudad y que era la empresa la que les pagaba los sueldos. Es decir, el poder de la compañía explotadora del caucho era casi total en Iquitos, y las autoridades gubernamentales estaban de hecho subordinadas a los intereses empresariales. El poder público estaba dependiente y subordinado a los intereses privados.
El cónsul inglés en Iquitos advirtió a Casement sobre el peligro que podría correr si iba investigar in situ en la selva, en las caucherías del Putumayo, ya que los encargados a los que se les acusaba de llevar a cabo todas las atrocidades denunciadas podrían incluso provocar su muerte. Además tenía una idea muy pesimista sobre la probabilidad de que se hiciera justicia: “Vivir tantos años en la Amazonía me ha vuelto un poco escéptico sobre la idea de progreso. En Iquitos uno termina por no creer en nada de eso. Sobre todo, en que algún día la justicia vaya a hacer retroceder la injusticia” (p. 154). En efecto, así sería. Mientras, Casement no dudó en ir a ver las diferentes estaciones en que estaba dividida la inmensa región del Putumayo por la compañía, de cuya crueldades tenía ya bastante información por los artículos del periodista Saldaña Roca – a quién habían hecho desaparecer, y no contentos con eso, lo calumniaban, diciendo que había intentado sobornar a la compañía de Julio C. Arana.
Entre las atrocidades que se cometían en dichas estaciones cuando los indígenas no cumplían con las cuotas de caucho fijadas por los encargados, estaban las siguientes: envolver a varias decenas en costales empapados de petróleo y prenderles fuego, los que no morían quedaban con graves heridas, algunos se lanzaban al rio donde se ahogaban o eran rematados a balazos. Lo grave era que aquello se hacía no solo como escarmiento sino también por sadismo, y entonces rivalizan en crueldades, dando latigazos a los pobres indígenas, torturándolos, cortándoles las orejas, narices, manos o pies, fornicando con sus hijas y mujeres, ahorcándolos, etc. Los encargados de las estaciones tenían a una especie de guardias de “seguridad” algunos de ellos eran indios castellanizados y había negros de Barbados, que serían de gran ayuda para Casement cuando los interrogó, ya que gracias a ellos, tuvo confirmación de las fechorías cometidas y además confesaban que ellos participaban en esas atrocidades bajo riesgo de ser eliminados si desobedecían. En breve, al igual que en el Congo, en la Amazonía, la codicia y la maldad humana no tenían límites porque se basaban en la total impunidad. Recolectar caucho, ganar dinero, mucho dinero, justificaba cometer las peores canalladas contra esos paganos, acusados de antropófagos, asesinos de sus propios hijos y salvajismo. Para los opresores de los indígenas de la Amazonía éstos no eran seres humanos, sino seres inferiores, más cercanos de los animales que de las personas civilizadas y, por tanto, estaban legitimados para cometer cualquier tipo de opresión y crueldades con ellos.
La pregunta obligada era, ¿por qué no se rebelaban?, aunque tuvieran inferioridad de armamento se podían imponer por su número y capturar o matar a sus torturadores y opresores. Roger Casement consideraba que no lo hacían por la misma razón que tampoco eso ocurría en el Congo, salvo en caso aislados de suicidio individual o de pequeños grupos rebeldes. No lo hacían porque cuando el sistema de opresión es tan extremo destruye el espíritu antes que lo haga sobre los cuerpos. “La violencia de que eran víctimas aniquilaba la voluntad de resistencia, el instinto por sobrevivir, convertía a los indígenas en autómatas paralizados por la confusión y el terror…no entendían lo que les ocurría como una consecuencia de la maldad de hombres concretos y específicos, sino como un cataclismo mítico, una maldición de los dioses, un castigo divino contra el que no tenían escapatoria”. (p.221)
Casement había anotado en su diario que, la única manera que tienen los indígenas del Putumayo de salir de su miserable condición, era alzándose en armas contra sus opresores. Era una ilusión creer que la situación cambiaría cuando el Estado peruano imponga la ley y el respeto a la misma a través de sus autoridades en la región, lo cierto era que en Iquitos había policías, jueces, administradores, pero todos estaban comprados por la compañía de Julio C. Arana. “En esta sociedad el estado es parte inseparable de la máquina de explotación y exterminio. Los indígenas no deben esperar nada de semejantes instituciones. Si quieren ser libres tienen que conquistar su libertad con sus brazos y con su coraje…Luchando hasta el final” (p.239)
En la Amazonía también se estaba produciendo un descenso demográfico como consecuencia del sistema de super opresión de los indígenas para la extracción del caucho. En 1893 su número se podía estimar en unos cien mil y para 1910 –cuando se llevaba a cabo la investigación para el informe de Casement y de la Comisión, su número era de apenas unos diez mil. Es decir, el sistema existente para obtener el caucho se había cargado a tres cuartas partes de la población, un verdadero genocidio. Se puede señalar, que parte de ellos fueron víctimas de la malaria, la viruela y otras enfermedades, pero la mayoría había desparecido por la opresión, el hambre, las mutilaciones, las torturas, los abusos, atropellos, flagelaciones y asesinatos. Las informaciones sobre las tropelías y canalladas de la compañía de Julio C. Arana llegaron a Lima y ante las presiones de los gobiernos de Gran Bretaña y de los EEUU, el gobierno del presidente Augusto B. Leguía, envió a un juez famoso en Lima con poderes especiales para investigar y tomar las medidas judiciales que fueran necesarias.
El “Informe sobre el Putumayo” fue concluido en marzo de 1911 y tuvo como consecuencia que a Roger Casement se le otorgara el título de Sir, por sus méritos y servicios prestados al Reino Unido en el Congo y la Amazonía, pero lo más importante es que la compañía de Julio C. Arana fue objeto de investigaciones, y para comprobar si en Perú se habían tomado medidas encaminadas a hacer justicia se le encomendó a Sir Roger Casement que fuera de nuevo a Iquitos, a cerciorarse del estado de la situación. Para exponer muy sintéticamente lo que comprobó, se puede decir que los malvados no habían sido castigados, los jefes de las estaciones habían huido a Brasil o se les había permitido escapar, las autoridades peruanas estaban más interesadas en esconder o minusvalorar los hechos, que en tratar de hacer justicia e incluso parientes de Julio C. Arana eran “elegidos” –por voto fraudulento y comprado- en Iquitos. No se había hecho ni se haría nada. El volumen del caucho exportado era superior al de hacía pocos años atrás, una demostración factual de que el sistema seguía funcionando en contra de los indígenas y para seguir beneficiando a los de siempre.
Casement pudo percibir la situación social que tantos latinoamericanos han podido vivir en carne propia en muy diferentes épocas de la historia de sus países, la absoluta ruptura entre la palabra y los hechos, las promesas y las realizaciones, el cinismo convertido en modus operandis de los políticos del poder, en muchos de la oposición, en los funcionarios, en los medios de comunicación. Todo entretejido formando una tupida red de codiciosos, “una comunidad de títeres” cuyos hilos mueve el egoísmo más absoluto, irracional y ciego, interesados sobre todo en mantener un sistema de explotación y opresión al servicio de sus intereses y en contra del interés general, muy especialmente del interés de los más humildes, pobres y desvalidos. ¿Puede alguien que lea lo que sigue no ver reflejada la realidad de sus vivencias personales o colectivas, no en un pasado lejano, sino en un presente inmediato, que a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y humanidad no puede más que provocar indignación, nausea y asco?:
Todo era “un piélago de intrigas, falsos rumores, mentiras flagrantes o esquinadas, contradicciones, un mundo donde nadie decía la verdad, porque ésta traía enemistades y problemas o, con más frecuencia, porque las gentes vivían dentro de un sistema en el que ya era prácticamente imposible distinguir lo falso de lo cierto, la realidad del embauco…Todas las gestiones, promesas, informaciones, se descomponían y disolvían sin que los hechos correspondieran jamás a las palabras. Lo que se hacía y lo que se decía eran mundo aparte. Las palabras negaban los hechos y los hechos desmentían a las palabras y todo funcionaba en la engañifa generalizada, en un divorcio crónico entre el decir y el hacer que practicaba todo el mundo”. (pp.304-307)
El Blue Book sobre el Putumayo salió publicado en julio de 1912. El Times publicó un editorial y amplia información sobre el mismo. Numerosas organizaciones humanitarias se dedicaron a protestar y a exigir medidas contra esa compañía británica y sobre los accionistas que se beneficiaban de los frutos de la esclavitud y del exterminio de los pueblos indígenas de la Amazonía. Temiendo represalias económicas el gobierno peruano tomó medidas y envió fuerzas militares y de policía al Putumayo, aunque los escépticos –a fuerza de ver como todo es tramoya, teatro, espectáculo, sin ninguna voluntad real de hacer cambios reales que implican tocar intereses poderosos-, auguraron que todo seguiría igual, una vez el foco de la atención internacional se desviara a otros temas más llamativos.
La empresa de Julio C. Arana se derrumbó en bolsa pero no solo por las denuncias de su sistema de opresión y genocidio, sino por efecto de la competencia del caucho que se producía ahora de manera abundante en Asia –Malasia, Singapur, Java, Sumatra y Ceilán-, sembrados con retoños sacados de la Amazonía por el científico inglés Henry A. Wickham. Investigado por el Parlamento del Reino Unido, presionado por sus acreedores, el imperio de Arana se derrumbó y ello trajo como consecuencia la decadencia de Iquitos. Los indígenas pudieron volver a vivir su vida salvaje, sin los salvajismos y atrocidades de los malvados y codiciosos opresores, que quedaron impunes de sus crímenes.
Irlanda: La lucha por la liberación nacional
Roger Casement tenía origen protestante por parte de su padre, aunque su madre era católica. Fue educado como anglicano pero muy posteriormente descubrió que su madre en una visita a Irlanda lo había bautizado como católico. Esto puede parecer irrelevante si no se tiene en cuenta que el catolicismo en Irlanda era y es un componente sustancial de su nacionalismo, de su cultura nacional-popular. De manera que cuando fue transformando su pensamiento y sentimientos hacia un apasionado nacionalismo irlandés y se comprometió en cuerpo y alma con la independencia de Irlanda, este componente religioso vino a armonizar con todo su “corpus” de ideas y creencias sobre su “sueño celta” de separación del Eire del Reino Unido.
La experiencia africana le permitió reflexionar sobre el colonialismo y se decantó por una comparación de las similitudes de las situaciones coloniales, lo cual solo es explicable a un nivel abstracto, ya que nunca la opresión y explotación colonial africana se puede comparar con la dominación y subordinación política ejercida por el Imperio Británico en Irlanda. Es cierto que los católicos irlandeses han sufrido hasta época recientes situaciones inimaginables, especialmente en Irlanda del Norte, donde la dominación de los unionistas protestantes llevó a extremos tales que los católicos tenían restricciones para adquirir propiedades inmobiliarias, por ejemplo, pero nada que ver con la condición colonial de los africanos. No obstante, su conclusión no era incorrecta cuando señalaba que el camino de la liberación nacional de Irlanda tenía que lograrse a través de la lucha contra los dominadores, ya que éstos no cederían su control sin que hubiera un movimiento de resistencia. “Por qué lo haría el imperio que nos coloniza si no siente una presión irresistible que lo obligue a hacerlo? Esa presión sólo puede venir de las armas”. (p.239)
Es de destacar que el compromiso de Casement es más relevante y si se quiere meritorio porque tenía todas las papeletas para ser un “integrado” más que un rebelde. Había hecho una exitosa carrera en la administración exterior, habiendo desempeñado funciones de cónsul de Su Majestad en el Congo y en Brasil, sus informes sobre el Congo y posteriormente sobre la Amazonía (Putumayo) le convirtieron, en palabras de su ministro de Asuntos Exteriores, en un especialista en atrocidades. A través de los mismos alcanzó una notoriedad en la sociedad británica y fue cortejado por miembros del parlamento y por los intelectuales en boga. A diferencia de otros benefactores o personas que se han comprometido con causas justas –pero poco rentables económicamente-, su destino inmediato no fue el repudio, el castigo y el anonimato, cuando no el desprecio de las élites sociales y políticas, sino que le fue otorgado un título nobiliario convirtiéndose en un Sir. Así pues, su decisión de dejar todas esas comodidades del “establishment” para luchar por la independencia de Irlanda muestra su idealismo y su grandeza de espíritu, lejos de lo acomodaticio y del pragmatismo oportunista y bien pensante.
Se decantó entre las diferentes corrientes políticas irlandeses no precisamente por las más moderadas que propugnaban una marcha gradual, un proceso político que iría desde el “home rule”, la autonomía de Irlanda dentro del Reino Unido, hasta una futura independencia, sino que se unió a aquellos que estimaban que el camino era la independencia política y que la vía adecuada era la lucha armada. Esta vía fue estimulada cuando se aprobó por la cámara de los Comunes el Home rule (la autonomía para Irlanda), y luego fue rechazada por la cámara de los Lores, y sobre todo, cuando un grupo de oficiales del regimiento destinado en Irlanda del Norte hizo saber que ellos no estaban dispuestos a enfrentarse a las milicias armadas unionistas –protestantes ( una manera de decir que como militares no estaban dispuestos a obedecer las órdenes del gobierno si se les ordenaba actuar para imponer dicha autonomía en el Norte de Irlanda). Todo ello no hacía sino avivar la llama del radicalismo independentista irlandés.
Roger Casement fue enviado por los independentistas a Estados Unidos con el fin de recolectar fondos entre los emigrados irlandeses para la compra de armamentos, ya que estaba decidido que el camino de la liberación nacional pasaba por la lucha. Cuando estalla la Primera Guerra Mundial la misma se ve como una oportunidad para lograr la independencia. Si la Alemania del Káiser en alianza con los nacionalistas irlandeses se ponía de acuerdo en combinar un ataque de las fuerzas alemanas contra el Reino Unido, mientras en Irlanda se llevaba a cabo un levantamiento armado que declarase la independencia, habría una gran probabilidad de éxito. Casement fue a Alemania para negociar esta estrategia de independencia. Y a la vez, se quería lograr que los alemanes permitieran la tarea de reclutar entre los prisioneros irlandeses una especie de Batallón Irlandés, que combatiera junto a los alemanes pero no bajo el mando alemán, contra los ingleses. Esta operación fue un completo fracaso. Los soldados de los campos de prisioneros acusaron de traidor a Casement y éste apenas pudo obtener varias decenas de voluntarios. Por otra parte, las gestiones para que los alemanes proporcionaran varios miles de fusiles y millones de cartuchos y los llevaran a las costas de Irlanda no recibían el visto bueno del mando militar alemán.
Mientras, en Irlanda los ánimos independentistas de una élite política radical se inflamaban y los preparativos para una sublevación armada estaba en marcha. Casement al corriente de estos planes quería hacer todo lo posible para impedir dicha insurrección que consideraba destinada al fracaso, si no iba acompañada del ataque alemán. Cuando los alemanes le conceden proporcionar un cargamento de armas para los independentistas y que un submarino le deje frente a las costas de Irlanda para que persuada a los dirigentes de que deben esperar y distribuir las armas para un posterior alzamiento con más posibilidades de éxito militar, todo fracasa. La coordinación para la recogida de las armas en alta mar falla. Los independentistas nunca acudieron a la cita y las armas tuvieron que ser echadas al mar. Casement fue detenido en la costa irlandesa, juzgado como traidor y condenado a muerte.
La rebelión irlandesa se llevó a cabo y durante unos días, una semana, Irlanda, fue una República independiente con un gobierno provisional. La resistencia a las tropas inglesas fue heroica. La represión posterior fue brutal, implacable, fusilaron a los líderes firmantes de la declaración de independencia a Pearse, Connolly, Clarke, Plunkett. Incluso querían fusilar a las mujeres que participaron en la sublevación pero el Gobierno dio órdenes de no se hiciera. Aunque esta rebelión fracasó y se puede razonar sobre la oportunidad y racionalidad de la misma, lo cierto es que algunos de sus líderes fueron a la misma con una idea de martirologio, conscientes de que su sacrificio iba a servir de acicate para que el pueblo irlandés tomara conciencia nacional y se uniera bajo la bandera del independentismo. “Querían conquistar a la población antes que derrotar a los soldados ingleses…Una rebelión de poetas y místicos ansiosos de martirio para sacudir a esas masas adormecidas que creían, como John Redmond, en la vía pacífica y la buena voluntad del imperio para conseguir la libertad de Irlanda. ¿Eran ingenuos o videntes? (.p.355)
Joseph Plunkett discutiendo sobre los planes insurreccionales había expuesto a Casement, cuando este le argumentaba que la insurrección sin la intervención de Alemania sería un sacrificio inútil:
“Hay algo que usted no ha entendido…No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir…Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?” (p.420)
Torremolinos, 23 de noviembre de 2010